EL SENTIDO DE LA HOMBRIDAD
Tenía razón Carlos
Wagner al afirmar que: “Hay algo más raro que un gran hombre: es, un Hombre”.
Es verdad que es más fácil ser médico, abogado, literato, artista o ingeniero,
que hombre. Y por lo mismo de ser la profesión de hombre la única universal, es
ella a la vez la más básica e importante de las profesiones humanas.
¿Qué significa ser
hombre, todo un hombre? ¿Dónde se encuentra un verdadero humano y como se
conoce? Creyeron encontrar uno aquellos campesinos ibsenianos que salieron al
encuentro del joven clérigo Brand, al
haber cruzado éste, en frágil botecito,
las aguas embravecidas de un fiord
noruego, para cumplir con lo que creía su deber. “Hace tiempo que nos hablan
del buen camino”, dijeron a Brand, “y nos indican con el dedo. Más de uno lo ha
señalado, pero tú eres el primero que lo ha seguido. Un millón de palabras no
valen lo que un hecho. Por eso venimos a buscarte en nombre de todos, porque lo
que nos hace falta es un hombre”. También Pilatos aquel escéptico y timorato
gobernador romano de Judea, creyó ver todo un hombre en cierto reo que le
hicieran comparecer ante él en ocasión inolvidable. “Ecce Homo”, dijo a los
ruines acusadores del Nazareno. “He aquí el hombre”.
La cualidad del
hombre, en el sentido cabal de la palabra, Unamuno la ha llamado “hombridad”.
Nos cuenta, en uno de sus ensayos, que, leyendo al gran historiador y psicólogo
portuguez Oliveira Martins, le hirió la imaginación la voz “hombridade” que
éste aplicaba a los castellanos. “Hombridade” le pareció un hallazgo. Conforme la emplea Unamuno, esta voz encierra
cualidades más amplias que la simple probidad u honradez indicada por “hombría
de bien”. Su sentido es mucho más comprensivo y viril que “humanidad”, o
“humanismo”, Voces que se hallan estropeadas por oler a pedantería, a secta, a
doctrina abstracta. Hombridad es “la cualidad de ser hombre, de ser hombre
entero y verdadero, de ser todo un hombre”. “¡Y son tan pocos los hombres”,
agrega Unamuno, “de quienes pueda decirse que sean todo un hombre!”.
Adoptando esta
simpática acuñación lingüística del Gran Vasco –quien, dicho sea de paso, es
uno de los ejemplos más legítimos de la hombridad en la escena contemporánea-
Vamos a ensayar el retrato de un verdadero arquetipo humano.
El hombre verdadero ha de ser, en primer
término, la negación de ciertos arquetipos bastardos que gozan todavía de mucho
prestigio, ya sea entre las muchedumbres, ya sea entre la élite intelectual o
social.
1. Un arquetipo
humano muy clásico, que goza de notorio prestigio entre cierto sector de la
sociedad, y en algunos países más que en otros, se llama Don Juan Tenorio. Don
Juan, que recibiera primero personalidad literaria en “El burlador de Sevilla”,
de Tirso de Molina, comparte con Fausto el triste honor de ser el personaje más
universal de la literatura europea desde el Renacimiento a esta parte. ¿Quién
es Don Juan? Por cierto que entre los Don Juanes de Tirso, de Zorrilla, de
Moliere, de Byron y los de una ciudad sudamericana, hay marcadas diferencias de
sensibilidad moral. En el fondo, sin embargo, son idénticos. Don Juan no
cambia; blasona siempre la misma enseña: “Yo y mis sentidos”. Pero, con todas
sus bravatas y aires de guapo, es una perfecta calavera a quien la lujuria ha
entontecido. Es rara vez un gran apasionado; antes casi siempre un frio
calculador. Hace alarde de su libertad. Vive, no obstante, en la esclavitud más
absoluta, ya que lo manejan a su antojo los impulsos de la carne o los mandatos
irresponsables de un perpetuo “porque sí”. Hace poco el distinguido médico
español Dr. Marañon dejó caer una bomba en el campo tenorista, llamando a Don
Juan, “una monstruisidad biológica”. Empero merece éste el calificativo, pues
no tiene vuelta de hoja que así moral como físicamente resulta ser anormal.
Pero hay muchos
jóvenes, por desgracia, que sin convertirse en Don Juanes de oficio, creen que
para ser hombres hay que tomar lecciones
en la escuela de Tenorio. Recuerdo el triste caso de un mozo peruano que fue aclamado
héroes por un grupo de compañeros suyos, al descubrirse que aquel había
contraído una de las enfermedades que van a la zaga del tenorismo. En opinión
de esos jóvenes ingenuos, aquel se había hecho ya hombre. Pero un hombre es
otra cosa. Un hombre reconoce que el instinto sexual es perfectamente natural,
tan natural como cualquier otro, adopta entonces frente a él una de estas dos
actitudes. Sin reprimirlo, para que no forme en su personalidad complejos
freudianos, lo sublimiza, buscando alguna actividad de orden superior que
absorba su pasión. O, de otro modo, canaliza honradamente su instinto dentro
del cauce del matrimonio, aceptando y aun persiguiendo las consecuencias
naturales que le trae la fundación de un nuevo hogar.
Creo que si
reflexionaran un poco los jóvenes sobre las posibles consecuencias que acarrea
a otros una pasión irregular, repudiarían para siempre todo amago de tenorismo.
No olvidaré nunca una experiencia que tuve en la ciudad de Valparaíso. Había
dirigido unas palabras de aliento a un grupo de mozuelos, vendedores de diarios,
que concurrían todas las noches a una clase que organizaba para ellos la
Asociación Cristiana de Jóvenes de aquella ciudad chilena. Al retirarme luego
del local pregunté al secretario que me acompañaba: “Cómo explica usted el contraste tan extraordinario entre los
semblantes hermosos e inteligentes de muchos de esos muchachos y lo harapos que
visten y la posición social que ocupan?” Mi compañero me contestó con estas
palabras tan trágicamente sugestivas: “Ninguno de ellos conoce a su padre”. Y
¿esos padres? Tenorios de una capa social superior.
2.- Otro arquetipo
humano, más culto y correcto quizá, pero no menos bastardo y subhumano, es el
“snob”. El “snob” pertenece a la Antigua y Aristocrática Orden del Pavo Real.
En virtud de la sangre que corre por sus venas, o la posición social que
ocupan, o las propiedades que poseen, o la cultura que han adquirido, los
miembros de esta orden sienten el más alto desdén por los demás hombres, ante
quienes no pierden oportunidad de
pavonearse, cuidando de no alternar con nadie que no sea de su círculo.
En lo social el “snob” es a menudo un hermoso
animal que, al no encontrar la sociedad genial de los suyos, muestra
preferencia por la de los canes y caballos. Fue pensando en esta rama del
“snobismo” que Bernard Shaw dijo aquello de que: “Es permitido a las damas y a
los caballeros de hoy tener amigos en las perreras, mas no en la cocina”. Por
cierto que resulta asombrosa y desconcertante la cantidad de gente que pone de
manifiesto su subhumanidad, tirando más a lo canino y lo caballar que a lo
humano.
Otra especie de
“snob” se dedica a las letras. Lo que persigue el “snob” literario es el
lucimiento más que el alumbramiento. Tiene obsesión de la forma, preocupándole
poco el fondo. Blasonando la jerga de “el arte por el arte”. Pasa la vida
rebuscando cortes y colores nuevos, resultando de esta suerte sastre de lo
efímero, cuando debería hacerse escultor de lo eterno. Los únicos aspectos de
la vida que le interesan al “snob” son los vistosos y llamativos. Espectador sentado
en su torre de marfil o su tallado balcón aristocrático, mantiénese alejado de
todo contacto con la vida real y
verdadera. Jamás se le ocurre poner su talento al servicio de una idea o causa
nobles. Y cuando se da el caso, como a
veces sucede, de que un “snob” de las letras escribe un libro de fondo, lo hace
casi siempre sobre los temas que están de moda. Al ocuparse de problemas
humanos, cuida mucho de no tocar los aspectos de dichos problemas que estén
candentes en su propia tierra. Tratar temas escabrosos podría traerle muchos
inconvenientes. Conozco una gran obra de sociología escrita por un profesor
sudamericano, en que no se trata interesaba tan sólo la opinión crítica
extranjera y nada el bienestar nacional.
Los tales carecen
de hombridad. Son todos ellos hombrecillos, traidores a la bondad, a la
belleza, a la verdad o a la patria. Es también traidor y maldito todo sistema
educacional que tiende a producir tipos que
vivan desdeñosamente apartados de la eterna realidad humana y de la
realidad actual de la patria.
3.- El tercer
arquetipo de hombre que carece de hombridad es el ególatra. Este hace del Yo y
sus intereses el móvil de toda actividad. Pretende crearse un cosmos que gire
sobre el eje de sí mismo. Don Juan era egoísta, pero no ególatra, ya que sus
acciones no estaban inspiradas en la idea objetiva del Yo, sino en una simple
pasión carnal. Lo propio podría decirse del “snob”. Este actúa indudablemente
por egoísmo, pero mientras lo que le mueve es el buen tono o la buena opinión
de alguna élite, lo que mueve al ególatra es el afán desmedido de colocarse a
sí mismo en el centro de todo cuadro, haciendo que todo le sirva de medio para
la realización de sus fines, sin que él sirva de medio para ningún interés
ajeno.
Seguir en todo
instante la voluntad y el interés propios, sin consultar para nada los ajenos,
no es sino una forma aristocrática de la
locura. El perfecto voluntarioso, con todos sus aires de caballero
independiente, está poseído del demonio más trágico de todos, el demonio del Yo.
Nadie puede hacer obra `perdurable que tenga por único móvil una ambición
egoísta. Tarde o temprano el endemoniado del “Yo” caerá de bruces en uno de sus
vuelos temerarios, por encontrarse en las alturas con el ventarrón de alguna
ley universal. “Las estrellas desde sus órbitas pelearon contra Sísara”, dice
el antiguo “Libro de los Jueces” y Victor Hugo pregunta en “Los Miserables”
“¿Quién ganó la batalla de Waterloo?... Y contesta: ¡Fue Dios!”
Quizás el más
perfecto ególatra que nos ofrece la literatura es el Peer Gynt de Ibsen.
Adoptando éste de joven la enseña de “Ser yo mismo”, se lanza al mundo en busca
de fortuna. Tras una serie de peripecias por países extranjeros, en el curso de
los cuales se ha hecho y perdido varias veces ingentes fortunas, vuelve siendo
hombre ya de barbas blancas, a su tierra natal. Camino de su aldea, entra en
una vieja huerta conocida. Alza en la mano una cebolla y empieza a sacarle las
telas. A cada tela que sale le da el nombre de algún papel que ha desempeñado
en su vida…El náufrago arrojado por el mar sobre playa americana, el de cazador
de focas en la bahía de Hudson, el de buscador de oro en California…hasta
llegar por fin a lo que debía ser el
corazón de la cebolla. Pero… ¡nada! La cebolla es pura tela. “Como cebolla”,
dice, “ha sido mi vida, toda tela, toda apariencia…sobre mi lápida escúlpase en
letras de molde estas palabras: “Aquí yace nadie”.
Peer Gynt era Don
Nadie, por no haber consultado nunca en su larga vida sino su Yo y sus
intereses. No se había puesto a sí mismo al servicio de nada que beneficiara a
los demás. En ningún corazón agradecido sobreviviría su nombre inmarcesible. El
ególatra ha de resultar a la larga, o un loco o nadie, pero un hombre, jamás.
¿Quién es entonces
el verdadero arquetipo humano? El que merece llamarse todo un hombre, posee
tres cualidades básicas.
Es un ser libre que
tiene sed de lo real. Su libertad se destaca cuando se le compara con los tipos
anteriores. Don Juan es esclavo de una pasión baja; el “snob” esclavo de
prejuicios aristocráticos; el ególatra es
esclavo del archidemonio Yo. El hombre verdadero, habiendo afirmado su libertad
frente a sus pasiones, sus prejuicios y sus ambiciones mezquinas abre de par en
par las puertas y ventanas de su alma a los soplos y voces que le vienen del
mundo real. Tiene sed de realidad.
El ser humano vive
en dos mundos, un mundo de efímeras apariencias y un mundo de eternos valores.
El hombre verdadero, salido, como los presos platónicos, de las cavernas de las
apariencias, lo contempla ya todo bajo la luz de la Realidad. Se atreve a mirar
de frente el Sol.
Parte del mensaje
de Keyserling al mundo contemporáneo, es su insistencia sobre la necesidad de
adoptar una actitud pasiva frente a las cosas que queremos investigar o que
merecen investigarse. Dejemos primero que ellas nos hablen. Libres de
prevenciones y prejuicios, dejémonos empapar en la atmósfera de ellas. Luego,
lo que nos satisfaga, después de haberlo conocido, rechacémoslo. Pero no sea la
actitud crítica la primera sino la última. Entonces podremos criticar con pleno
conocimiento de causa.
De este modo no nos
expondremos al cargo de que los que menos saben. El hombre verdadero, sediento
de lo real, procede, en su búsqueda espiritual, en igual forma que los hombres
de ciencia. Los descubrimientos científicos se hacen a base de la realidad
objetiva. Los descubrimientos espirituales sólo se harán por un proceso de
verificación honrada de la teoría o actitud que se someta a investigación.
Otro rasgo del
hombre verdadero es el apasionamiento por algo superior. Hay grandes regiones
del mundo real que no podrán ser descubiertas por los teóricos, preciosas
experiencias que éstos no podrán nunca compartir. La única actitud creadora
frente a la vida es la de aquel que se vincula a una idea o causa superior que
le absorbe todas las energías del cerebro, corazón y brazos. Que sea un obrero
en alguna forma. Que ponga su talento al servicio de algo de indiscutible
importancia. Que encuentre, es decir, su vocación en la vida. Y en cuanto a
dificultades intelectuales, ellas se solucionan muy a menudo no bien uno se
pone a trabajar para cumplir un deber, o encarar en vida un ideal. Hay
problemas que resultan insolubles en la soledad de la biblioteca y que podrían
solucionarse fácilmente en la soledad del camino. “La acción”, decía Amiel, “es
la quintaescencia de la vida, como la
combustión es la quintaescencia del
fuego”.
¡Con qué frecuencia
la causa hace al hombre, así intelectual como moralmente! ¿Quién no ha sabido
de hombres mediocres que se agigantaron, llegando a grabar hechos inmortales en
las páginas de la historia, por haberse jugado la vida en una causa superior?
La pasión y no la
apatía es el estado normal del hombre. Sólo son creadores los grandes
apasionados. Sólo ellos son capaces de
grandes conquistas, comenzando por la conquista preliminar de un carácter
personal aquilatado. “Ningún corazón es puro”, alguien ha dicho, “que no sea
apasionado; ninguna virtud es segura que no sea entusiasta”. Hay que vivir en
un vértigo, grita Unamuno. ¡Que lean y se inspiren en esa pieza de prosa
candente de cruzado, con que éste prologa su “Vida de Don Quijote y Sancho”,
quienes hayan visto la Estrella y estén dispuestos a seguirla.
Y si uno es todo un
hombre, además resultará consecuente en su pensamiento y acciones. Compenetrado
de la realidad, será un hombre de verdad o de la verdad, como dijera el Galileo
a Pilatos. Su vida será de una sola pieza
y no llevará máscara de ninguna especie. Lo que piensa su alma blanca, eso
mismo lo dirá y lo cumplirá. Antes de claudicar preferirá morir. Pensando en
hombres de esta fibra, dice Romain Rolland: “Id a la muerte los que debéis
sufrir. No se vive para ser feliz sino para cumplir con una ley. Sufre y muere,
pero procura lo que debes ser: Un hombre.”
(De “El sentido de
la vida”, J.A. Mackay
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